“…y mientras yo la extraño, mi vida desvanece más… y así, una serie de palabras que la hagan sentir parte mía, porque eso es lo que es, hermano, es parte de mí, la extraño, la quiero mal, estoy muy dolido. Alucina que no logro concentrarme. Llevo tres semanas sin hablarme con mis viejos porque no logro darme tiempo para estudiar. Estoy todo el día prendido de la computadora viendo las redes sociales a ver si ella ha publicado alguna notificación de cambio de estado civil o cualquier cosa. Creo que, incluso si habla mal de mí por lo que hice o no hice, incluso así, me sentiría bien de tener noticias de ella. Que jodido todo esto. Si al menos la hubiese hecho en el examen de admisión, para mis viejos todo estaría bien y no me estarían echando en cara que no aprovecho el tiempo. Terrible”.
Cansado. Sí, cansado se sentía el joven de hacerle llegar a su reciente ex novia varios apuntes comentándole que ambos son el uno para el otro, que no se deben separar justo ahora que el camino que iniciaron juntos comienza a tener una luz al final del túnel y que si ella le da una nueva oportunidad él le bajaría la luna sin pensarlo. Así de cursi. No había lugar para la despedida en este momento y por ello no la contemplaba. Prefería que le pase una locomotora encima en lugar de sentir ese dolor punzante en el corazón. Así de dramático. Tal y como él mencionaba, se la pasaba todo el día recostado en la alfombra de terciopelo gris que con tanto esfuerzo habían comprado sus padres y que habían ubicado en el comedor principal del departamento que compartían con otros familiares allá en Palermo, cerca del mercado, ahí donde vendían las mejores yuquitas fritas de la ciudad (póngale un poco de ají y es manjar de dioses). Tenía siempre la computadora personal en esa zona de la casa porque era el único lugar donde podía captar la señal inalámbrica que con mucho esfuerzo su vecino pagaba. Su padre siempre le repetía que “el día que usted trabaje, jovencito, entonces ese día paga su internet. Acá no necesitamos tanto disparate. Seguro para ver calatas. Ni siquiera te sirve para ingresar a la universidad. Póngase a estudiar”. En esa rutina había descubierto que el sueño no le afectaba en lo mas mínimo. Llevaba días sin dormir replanteando su estrategia para reconquistar a quien él consideraba como la madre de sus hijos. Así de exagerado. No se le permitía fumar; sin embargo, se las ingeniaba, aunque cada vez con más cuidado porque la última vez hubo un amago de incendio cuando la colilla se le cayó sobre la alfombra y el pobre termino asustado a pesar que nadie más se entero del incidente, ni siquiera al día siguiente. Había logrado maquillar bien las evidencias.
Mientras trataba de recordar con cuantas personas había conversado sobre el tema en los últimos días (en realidad trataba de ver cuántas conversaciones fueron reales y cuantas fueron con él mismo, con sus propias ideas, con su yo interior), buscaba dejarle en claro a su compañero lo que sentía, quien a su vez intentaba seguirle el paso ante tantos datos de una sola historia. Uno luchaba por ser claro, explícito con sus sentimientos, mientras el otro se enfrentaba a la trascendental disyuntiva de decidir si callar a su buen amigo, quien –a su parecer- estaba exagerando las cosas, o seguirle la corriente atenuando su dolor con algún consejo inteligente y eficaz. Optó al final por una posición intermedia, en la que no le arruine la autoestima a su amigo pero tampoco se arruine la noche, la cual él había visualizado como propicia para tomarse toda la cerveza que había en los bares del centro de la ciudad o, cuando menos, para bailar bien pegado a alguna chica que viva sola y lo invite a su departamento para tener una maratónica jornada amatoria en todos los rincones de la casa. Sabiendo lo imposible de este deseo, apenas soñaba con bailar pegado con alguna chica que le de motivo para llegar pronto a casa y comenzar con sus acostumbradas y rutinarias prácticas onanistas.
Se conocían desde hace algunos meses, cuando ambos coincidieron en las aulas de la academia pre universitaria, la que –a decir de muchos- formaba parte de ese sancochado de máquinas de hacer dinero que funcionaban bajo el seudónimo de ‘Academia Pre Universitaria. Garantizamos el éxito profesional’. Puras mentiras. Para comenzar, los profesores no destacaban por su capacidad de llegar al alumno. Más bien, parecía que llegaban a dictar clases por obligación o simplemente para marcar la tarjeta de asistencia y cobrar sus honorarios con puntualidad. Desvirtuaban el concepto de Amauta y su afán era de cualquier tipo menos altruista. Si hubiésemos hecho una encuesta entre los alumnos para ver siquiera cuáles eran los nombre de esos caballeros que se pasaban largas horas parados delante del aula, no hubiésemos obtenido un resultado alentador. Por otro lado, el edificio donde funcionaba la academia no contribuía con generar un ambiente de estudios propicio para que los alumnos se motiven a ingresar a la universidad. Tan solamente eran tres aulas con capacidad para diez personas pero que albergaban a cerca de 35 a 40 cada una de ellas. Un hacinamiento comparado al de una cárcel. Hablando de este tipo de recintos, el “Sexto”, donde Arguedas pasó algunos días de su vida, comprendía la mejor vista que se tenía desde las ventanas de esa añeja casona, con su escalera de madera casi totalmente apolillada y que no contaba con certificado de Defensa Civil. En fin, todo jugaba en contra para quien decida apostar por su futuro aquí. Estaba claro que aquel que logre ingresar iba a ser única y exclusivamente por mérito personal.
- Vamos, doctor. Es solo una chica. Hay siete por cada hombre.
- Será en la China.
- No te pongas en plan, tampoco. Están en todo el mundo. Además, me refiero que no es la única flaca en la vida pues, hermano. ¿Hace cuánto la conoces?
- Llevaba con ella tres semanas. ¿Sabes lo que es eso? ¿Sabes lo que es eso? Cumplía con ella dos meses y era la enamorada que más me hubiese durado. No te das cuenta, ¿no?
- Mira, compadre, trato de que no estés sin ánimos para estudiar o seguir con tu vida, pero tú no te dejas y es viernes por la noche, estamos en medio del Ángel y no pienso malograrme el fin de semana. ¿Qué te parece si salimos de acá y vemos como está el ambiente en los otros huequitos? Por ahí que algo nos liga y terminas olvidando a tu ex más rápido de lo que pensabas (risas).
- Bueno… la verdad no tengo ganas pero tampoco quiero malograrte la fiesta. Vamos.
- Ya, ya… camina.
Se pararon de la pequeña mesa para dos que ocupaban en El Ángel, un conocido bar del centro de la ciudad. Según cuenta la tradición urbana, en sus inicios, era un lujoso restaurante de tres pisos, adornado con grandes pinturas de nóveles artistas locales y cuyos mozos vestían elegantemente a fin de darle un aire de majestuosidad al local. Las sillas eran grandes al igual que las mesas, los manteles siempre pulcros y con el escudo de la familia fundadora bordado con hilo dorado. El piso era de madera y en la entrada siempre había una pequeña campana que anunciaba cuando un nuevo comensal hacía su ingreso. La alta sociedad de la época lo frecuentaba porque este acto inflaba aún más su ego colosal, haciéndolos sentir poderosos y dueños del mundo. El chef era extranjero, como la mayoría de los que trabajaban en los más renombrados restaurantes de la ciudad, y tenía un ejército de asistentes a fin de cumplir con todos los pedidos de la jornada. En sus mejores épocas, El Ángel podía atender recepciones como Matrimonios o Bodas de Oro y al público en general al mismo tiempo, gracias al amplio espacio distribuido en sus tres niveles. También se dice que la relación precio-calidad no satisfizo a los comensales quienes –rápidamente- fueron alejándose del lugar terminando por convertirlo en un café, primero, una galería de ropa importada, después, y finalmente en lo que era ahora: un bar donde sonaba fuerte el metal y el hardcore y donde algunos muchachos, en su mayoría cachimbos, llegaban para acabarse los varios litros de cerveza que se expedían, presenciar algún concierto de una que otra banda consagrada o, como era frecuente, escuchar a grupos en busca de gloria, fama y mujeres. La consigna de casi todos los parroquianos era beber hasta perder el control y hasta el conocimiento podría decirse.
Una vez que se encontraron en la puerta de ingreso, miraron a la derecha y la izquierda como elaborando una rápida lista mental de todos los locales ubicados a pocas cuadras a la redonda y recordando en cuál de ellos ya habían estado antes y la habían pasado bien anteriormente; es decir, al día siguiente no recordaron nada de lo que hicieron la noche anterior. Cada uno iba descartando los que no les parecían y lograron ponerse de acuerdo en cruzar la plaza que estaba frente a ellos y llegar a un bar de onda ochentera que tenía una surtida barra donde se vendía, además de cerveza, una suerte de tragos sicodélicos cuya preparación no era siempre la misma y variaba de acuerdo al humor del barman, cuyo apelativo –‘Capitán’- lo había hecho muy popular entre los parroquianos e incluso fuera de los círculos habituales de personajes que frecuentaban los locales de la zona. La decisión de llegar ahí la tomaron en parte porque estaban con algunos centavos de más, lo que les permitía tentar la posibilidad de variar la ingesta de cerveza por alguno de esos tragos ‘radioactivos’.
Miraron a todos lados. Ser menores que el promedio de los presentes no les permitió ubicar a algún conocido, ni siquiera y por casualidad a alguno de sus hermanos mayores, fanáticos de la movida musical de los años 80’s. Se ubicaron en la barra. Había un tributo a The Cure y el local estaba reventando. Con suerte encontraron donde sentarse. The Cure no era una banda que ellos escuchasen con frecuencia. Preferían otras más contemporáneas como Metallica, por ejemplo, a quienes reclamaban por estos lares y en cuyo nombre siempre –usualmente en tragos- juraban que si confirmaban un concierto de ellos aquí, harían de todo por estar en primera fila. Hacer de todo significaba rogarle a sus papás para que les compren las entradas. Después de todo, tener algunas semanas como mayores de edad, les permitía –según ellos- tener algunos ‘privilegios’ como depender económicamente de sus padres, incluso cuando sabían que otros amigos ya trabajaban en cualquier encargo temporal que por ahí consiguiesen. Los conocían vendedores de libros, meseros en restaurantes, cajeros de farmacias, traductores de libros (estos eran minoría, la mayoría de sus amigos intentaba hablar bien el castellano), entre otros.
- ¿Un par de chelas para arrancar?
- Claro, lo justo. De ahí quiero probar una de esas vainas que veo que la gente toma.
- Asu, esas cosas te deben tumbar al toque.
- No creo. Mira como todo el mundo las toma y no veo a nadie que esté en el piso.
- Porque recién son las once y media.
- Chivo. Yo de ahí voy a probar una siquiera.
- Huele a hierba esta mierda, ¿no?
- Todos los locales huelen igual. A ver chequea, fácil gorreamos un poquito (risas).
Comenzó el concierto con ‘Boys don’t cry’ que sonaba más rápido de lo normal. Parecía que el baterista estaba bastante acelerado y eso se podía ver en las miradas fulminantes que le lanzaba el bajista, líder de la banda, dándole a entender que le baje el tempo. No tuvo éxito. La canción siguió sonando y parecía encandilar a los presentes. Un par de chicas se acercaron al escenario y se pusieron a bailar alocadamente al ritmo de la música. Parecía que habían tomado alguna bebida energizante mezclada con uno de esos tragos de colores.
- Te dedico esa canción para que dejes de llorar como nena.
- Payaso. Oye, más bien, ¿qué fue de tu banda?
- Nada, pues. La gente no se pone las pilas para ensayar y hay que estar persiguiéndolos. Ahora con la universidad tengo los horarios más complicados y ni a balas voy a estar llamándolos a esos pendejos para tocar. Estoy pensando más bien conocer gente en las clases y ver si sale algo nuevo para rockear pues. Me hace falta esa adrenalina.
- Ahhhh… si, pues.
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